Los bogotanos se sienten asediados por una real y alarmante presencia de delincuentes en las calles.
Mientras las autoridades y los expertos polemizan acerca del grado de inseguridad existente en Bogotá, una epidemia de miedo se ha regado como pólvora por toda la ciudad. Los bogotanos se sienten asediados por una real y alarmante presencia de delincuentes en las calles, que rondan sus casas y asaltan negocios de manera impune, como ocurre en Suba, Bosa, Ciudad Bolívar y Barrios Unidos, para mencionar solo cuatro casos. Cuando caminan por las calles, son muchas las personas que escuchan con aprensión los pasos de quien viene detrás de ellas. ¿Me atracarán?, es la pregunta que se hacen miles de bogotanos.
En Bogotá opera una vasta red de organizaciones criminales, entre las que se destacan el narcotráfico, equivocadamente llamado microtráfico; las mafias de la corrupción política, al igual que toda la extensa gama de actividades que desarrolla el crimen organizado. Muchos de estos grupos delinquen de manera focalizada, por actividades y en zonas específicas de la ciudad, aunque el narcotráfico ha ido contaminando, desde las 'ollas', barrios enteros. Estos agujeros negros del crimen obligan a muchas personas a vivir acorraladas o a vender sus casas a bajo precio a los mismos narcotraficantes que deterioran y desvalorizan con sus 'ollas' los vecindarios. Así se inició la destrucción de barrios del centro, como Santa Inés, Santa Bárbara, San Bernardo, y así ocurre ahora en muchas localidades. Partir, como hacen las autoridades, de que en la capital solo hay microtráfico, es ignorar el gran tamaño del mercado de drogas existente y su creciente impacto sobre la inseguridad urbana.
Pero quizá uno de los factores que más han agudizado la inseguridad en los barrios es la metamorfosis de muchas pandillas en semilleros de delincuentes. Buena parte de quienes cometen los delitos en los barrios no pertenecen a las estructuras del crimen organizado. Un diagnóstico equivocado minusvaloró el peligro de que las pandillas, fuera de control, pudieran convertirse en un factor de inseguridad.
Ni las autoridades ni la sociedad le han prestado la suficiente atención al destino de miles de jóvenes, los 'ni-ni', que ni estudian ni trabajan. Algunos provienen de familias en las que la mamá está sola al frente del hogar. Estas mamás trabajan y responden por su casa, pero no tienen ni el tiempo ni la fuerza para lidiar con adolescentes que, sin una sólida figura paterna, se agrupan alrededor del joven más arriesgado, con frecuencia, miembro de una pandilla. Son jóvenes trapecistas, como los llamó el padre Nicoló; siempre en peligroso equilibrio, en riesgo de caer definitivamente en un dañino entorno. Prevenir y enfrentar ese paso del pandillismo a la actividad criminal debe ser una prioridad del Gobierno y de la sociedad.
No todas las pandillas se dedican a la delincuencia. En un entorno de oportunidades para los jóvenes, la mayoría de las pandillas juveniles serían una aventura pasajera. Pero no ocurre así, porque hemos dejado solos a muchos jóvenes y a sus madres. Es necesario que nos demos la pela para ganar a nuestros jóvenes del lado de la convivencia y del respeto a la ley, generando oportunidades reales, que les permitan romper el círculo vicioso de pésima educación y rebusque al que están condenados.
El miedo en Bogotá puede ser vencido con una estrategia que unifique, en un diagnóstico realista, a todas las autoridades contra el crimen. Se necesita más trabajo de inteligencia para combatir a las grandes bandas y a las mafias. También necesitamos oportunidades, no limosnas, para ganarnos a los jóvenes. Hay que impulsar de nuevo la cultura ciudadana, para superar este incivismo que nos vuelve insolidarios. Ninguna estrategia de seguridad será eficaz y sostenible si no se recupera la solidaridad y la convivencia entre los bogotanos.
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